11 de agosto de 2014

Capítulo XX: La carta del colgado

En plena madrugada, se despertó sobresaltada como acostumbraba. Sin embargo le resultó extraño, pues su sueño no había llegado a su fin, y aunque siempre era el mismo sueño que se repetía, nunca se despertaba hasta terminarlo. Buscó por la habitación alguna explicación a su sobresalto, y sólo halló el vaho que huía de su boca. Hacía demasiado frío, y el cielo lucía enfurecido. Había vuelto a nevar, y Amy se estremeció viendo caer los copos de nieve. Algo malo estaba ocurriendo, todas sus alarmas se encendieron, gritando que se encontraba en peligro, y los escalofríos recorrieron su espalda, atemorizándola. Su respiración se agitó y escuchó entonces el repiqueo de una piedrecita contra su ventana. Asustada, tragó saliva y cerró los ojos, armándose de valor antes de asomarse al alfeizar para no encontrar a nadie bajo la ventana.


Confundida, tardó unos segundos en encontrar al excelente tirador que había alcanzado su ventana. En la lejanía distinguió a Kaleb. El corazón de Amy se paralizó por un momento, para empezar a latir desbocado al instante siguiente, como un rugido que nacía de lo más profundo de su interior. Se alegraba de verlo, pero había algo que no la dejaba disfrutar de aquella alegría. Su cuerpo continuaba temblando ante la expectativa del peligro y el nerviosismo no la abandonaba.

Se alejó de la ventana y trató de tranquilizarse, pero todo parecía indicar que no había forma de conseguirlo. Pensó que tal vez estando a su lado se calmaría, por lo que se abrigó y fue a su encuentro, pero esta vez tuvo mucho cuidado de no hacer ni el más mísero ruido para asegurarse de no despertar a Judd.

Cuando traspasó la puerta, el frío la abrazó y agradeció haber tenido el tino de ponerse el abrigo. Se dirigió a Kaleb a paso lento, y cuando lo tuvo frente a frente sus temores no hicieron más que incrementarse. Su semblante parecía tallado en mármol y sus ojos se habían oscurecido. La miró de arriba abajo con descaro y  ella sintió que escrutaba hasta los más profundos recovecos de su alma. 

Entonces se volteó y se encaminó hacia el bosque. Amy soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo e hizo lo propio, seguirlo, tal y como sabía que él esperaba. El mero hecho de ir medio metro por detrás de él era una señal inequívoca de que algo malo estaba pasando. Una distancia invisible se había instalado entre ellos y Amy la temía. Continuaron andando en silencio, hasta que se pararon en un claro, donde el bosque los rodeaba y nadie podría encontrarlos. Amy continuaba a varios pasos de Kaleb, y él no se había dado la vuelta para enfrentarse a ella. Su espalda estaba tensa y miraba las profundidades del bosque como si esperara fundirse en su oscuridad. La imagen que ofrecía hacía que a Amy se le encogiese el corazón.

-¿Kaleb?- Se atrevió a llamarlo, indecisa.

-¿Por qué viniste aquí, Amy?- La dura y fría voz de Kaleb la atravesó como un rayo.

-Yo… no lo sé. Aunque te confieso que me gustaría saberlo -. Admitió, cabizbaja y nerviosa.

-¿Y eso es lo único que debes confesar?- Preguntó elevando la voz.

Era un reto, de eso no cabía duda. Pero Amy recogió el guante alzando la mirada, aunque el continuaba de espaldas, y respondiendo sin titubear:

-Sí, es lo único-. Aseveró. No entendía a qué se debía ese juego, pero no le estaba gustando ni un pelo.

-Mentirosa - Lo oyó susurra.

Amy lo miró confundida, y más cuando lo vio quitarse la chaqueta para dejarla caer en el suelo. Entonces de su espalda nacieron dos alas negras rompiendo su camisa. Eran membranosas, y lucían poderosas cuando él las extendió. Parecían las alas de un dragón unidas a su espalda por increíbles fibras de plata, como cadenas aferradas a la sombra. Ella se dejó deslumbrar tanto por su extraña belleza que apenas tuvo conciencia de la tela que caía sobre la nieve. Pero no pasó por alto lo peligroso que él dejaba ver que era. Se estremeció de pies a cabeza, y por primera vez desde que lo conocía tuvo miedo de Kaleb. La impresión había sido muy fuerte y se intensificó cuando él se dio la vuelta para clavar su mirada en ella, con ojos plateados llenos de furioso poder desatado, que la taladraban inundados por la más pura ira. La respiración de Amy se agitó y contempló su cuerpo marmóreo, en su pecho a la altura del corazón se encontraba la marca de un dragón que extendía sus alas igual que él, con un rictus ceremonioso que hablaba de su grandeza. Su presencia lo abarcaba todo y ella se sentía muy pequeña, desprotegida y a su merced. Incluso creyó ver cómo la frialdad de Kaleb se solidificaba en los pequeños copos de nieve que no habían dejado de caer.

-Kaleb - Logró susurrar Amy, rezando por recibir una respuesta que no la hiriera, no creía poder con aquello.

Con un movimiento de su ala derecha, el demonio levantó una ráfaga de viento, que la golpeó de lleno y la impulsó contra un árbol. Un grito escapó de su garganta y se aferró a su pecho, la zona más afectada, antes de caer de rodillas al suelo. Coger aire se volvió una tarea complicada, y comenzó a toser sin control. En su boca halló el gusto de la sangre, por lo que supuso que se había roto el labio, quizá incluso se había mordido así si misma con el impacto. Apoyó una mano sobre la nieve y le devolvió la mirada al que ahora era su enemigo.

-Dime, Amy- Exclamó con voz ronca, cargada de odio y de  reproche.- ¿No se te olvidó, tal vez, decirme que eres nada más y nada menos que la descendiente de Pandora? La única mujer que se atrevió a jugar con los siete antiguos demonios y ganó. La llave para la resurrección de los siete y la nueva guerra, entre ángeles y demonios. La llave al final de Glorysneg.

Tras eso, se lanzó hacia ella buscando darle un nuevo golpe. Pero esta vez, Amy reaccionó rápido creando un capo de fuerza que emitía una extraña luz verdosa y, sin embargo, era traslúcido. Por eso pudo ver cómo el puño de Kaleb impactaba contra él, con tal fuerza que de haber recibido el impacto, la habría matado. El estruendo resonó como un trueno. Amy, con el corazón destrozado, deseó no haberlo parado, mientras las primeras lágrimas descendían por su rostro. Ya no había luz en su horizonte, ni estrellas en su cielo. Todo era profunda oscuridad y se sentía paralizada por el miedo.

-¿Por qué?- Jadeó sin saber cómo manejar el dolor que atenazaba su alma.

-¿Aún tienes que preguntarlo?- Espetó.

Él se apoyó en su bloqueo con un brazo por encima de la cabeza, y con la otra mano arañó con sus garras la superficie que los separaba. Un chirrido insidioso invadió la inhóspita atmósfera, como si estuviera rasgando un cristal, atormentando sus oídos. Amy se cubrió con ambas manos, tratando de apocar el sonido, pero fue inútil, el ruido no paraba de aumentar en decibelios. Tomó entonces la radical iniciativa de cortar por lo sano. Aprovechando que Kaleb estaba apoyado sobre su campo de fuerza, lo hizo desaparecer y salió corriendo en dirección opuesta, tomando ventaja de su sorpresa y desequilibrio. 

Corrió cuanto pudo alejándose del peligro, pero no pudo avanzar más de dos metros cuando ya la había alcanzado. La agarró por el brazo derecho y con fuerza la hizo volverse hacia él. Cuando la tuvo de frente la levantó del suelo hasta tenerla a la altura de los ojos. La sostenía con tanta fuerza que Amy creía que en cualquier momento le rompería los huesos de la muñeca, mientras se estremecía impotente.

-Por favor...- Suplicó llorando, sin saber muy bien que le pedía. Ya sólo quería que aquello terminase. En un mundo perfecto él la dejaría en el suelo y le pediría perdón. Sin embargo, Amy no había necesitado mucho tiempo para comprender que el mundo no tenía nada de perfecto. Eso sólo podía hallarse en los sueños, y ella no había tenido suerte ni si quiera en los brazos de Morfeo, pues siempre había sido perseguida por las pesadillas. Así que no tenía derecho a pensar que iba a tener más suerte en la realidad.

-No apeles a mi compasión- Gruñó, enfadado.

Con su mano libre la agarró del cuello estrangulándola. Amy abrió los ojos desmesuradamente, y con su mano izquierda trató de zafarse de su agarre, frenética, desesperada. Las garras de Kaleb se clavaron en su nuca y cálida sangre brotó de sus heridas, manchando la mano de Kaleb y siguiendo su descenso por su cuello. Ella quiso gritar del dolor, pero su garganta no emitía más que quejidos que se perdían en la profundidad del bosque.

Sorprendentemente, el demonio soltó su cuello, como si su sangre le hubiese quemado. Ella hizo entonces todo lo posible por coger la mayor bocanada de aire de su vida. Casi se vio impedida por la tos y la quemadura de aquellos orificios en su nuca. Todavía continuaba suspendida en el aire por el brazo derecho y escuchaba lo que debían ser sus propios jadeos de forma lejana, aturdida. Kaleb no perdió más el tiempo observándola y la empujó contra uno de los árboles de la zona, colocándola por encima de su cabeza. Puso entonces la mano que tenía libre sobre su pecho dispuesto a arrancarle el corazón y ponerle fin a aquello, pero tuvo un momento de vacilación y se frenó.

Amy lo vio y observó su rostro sabiendo que sería lo último que vería en su vida. Descubrió entonces que no quería morir, no sin haberlo tocado una última vez. Por ello, con su último aliento, pues su cuerpo magullado no aguantaría más y sucumbiría a la agonía de su dolor, abandonándola en la inconsciencia antes del último golpe, extendió su mano izquierda y acarició con suavidad el rostro su agresor, tal y como había hecho el día que despertó en la cocina de los Doyle. Concluyó pensando que aún colmados de furia, Kaleb tenía los ojos más hermosos que había visto en su vida. Entonces cerró los suyos, derramando las que serían sus últimas lágrimas y esperó a que llegase el mortal golpe de Kaleb, susurrando su nombre. Pero nada sucedió.

De pronto, cayó de manera estrepitosa contra el nevado suelo, y se golpeó la cabeza con el tronco que tenía a su espalda. Se llevó las manos a la herida que tenía en la nuca tratando de parar la hemorragia, y a lo lejos vio a Kaleb recuperando su chaqueta para luego abandonar el lugar, dejándola sola. Amy lloró. Lo hizo como no recordaba haberlo hecho nunca. Lloró hasta que sintió que su pecho se partía en dos. En su cabeza podía sentir como rebotaba el incesante martilleo de su corazón. 

No supo cuánto tiempo permaneció allí, pero la imagen de su propia sangre tiñendo la nieve de escarlata,la hizo querer marcharse. De alguna forma consiguió ponerse en pie, y emprendió un camino sin rumbo. Por cada paso que daba algo se desmoronaba en el centro de su alma, y continuó llorando hasta que todo el bosque fue partícipe de su dolor. Le daba igual si volvían a atacarla los lobos, no le habría importado ni aunque fuesen leones, la angustia que sentía no sería acallada por esas bestias.

Los copos de nieve no dejaban de caer y los árboles parecían todos iguales. Amy se sentía perdida, pensando que jamás lograría huir de esa pesadilla. La herida en su cuello palpitaba con fuerza y ella seguía sin comprender cómo no se había quedado inconsciente todavía. Continuó caminado por pura terquedad, hasta que el sendero se le hizo conocido, y esperanzada apuró el paso hasta que vio la casa de los Doyle.

Corrió hasta la puerta y agradeció a cualquier deidad que se hallase en los cielos que Ciro y James tuviesen un sueño profundo. No quería enfrentarse ellos. Le harían preguntas y eso era lo que menos necesitaba en aquel momento. Además, no podría responderles, su alma marchita no se lo permitiría y su corazón roto la desgarraría si tuviese que hacerlo. Traspasó la puerta y se encontró a un Judd preocupado que la había estado esperando. Se tiró a sus brazos y se derrumbó en ellos.

-No dejes que me vean así, por favor, Judd.

En repuesta, recibió un gruñido gutural que nacía de la garganta de su locutor.

-¡Dichoso demonio!- Exclamó devolviéndole el abrazo.

Amy enterró el rostro en su pecho con fuerza.

-Judd, por favor, no quiero verlos, no quiero ver a nadie - Jadeó.-. Por favor, ayúdame - Susurró, suplicante.

Él la llevó en silencio hasta su cuarto y curó la herida de su nuca. A regañadientes, Amy consiguió su promesa de que no diría nada, y de que nadie la molestaría, pero a cambio debían mantener  una muy sería conversación más adelante. Quizá cuando ella estuviera preparada. 

Antes de abandonar su cuarto, le dejó una tila sobre la mesa para que pudiera conciliar el sueño. Pero Amy no fue capaz de apreciar el gesto, se sentó frente a la humeante taza de tila sobre su cama y miró por la ventana, sintiendo cómo se secaban sus lágrimas. Sólo veía el bosque, ese que tanto había amado y que ahora se había convertido en el único testigo de la traición de Kaleb.


Angie

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tinieblas Nevadas en Wattpad